martes, 22 de julio de 2008

LA VOZ DE TOM WAITS



La voz de Tom Waits es como el filo mellado y escalofriante de un cuchillo enternecido por el óxido.
Aquella noche no pude escuchar sus aullidos afinados fuera del pentagrama ni vi cómo exorcizaba con sus manos torcidas al piano poseído por un demonio moribundo, cansado o desesperanzado. Tampoco pude ver cómo la Srta. Parker, que traía el verano en la sonrisa, tamborileaba con los dedos en la mesa algún estribillo que el troubadour difuminaba en una larga retahíla de palabras entrecortadas en afilados susurros y en gruñidos domésticos.
La voz de Tom Waits es como un buque con un boquete que gime ante el naufragio con todos los hierros retorcidos de dolor y los ojos de buey saliéndose de sus órbitas.
Aquella noche no pude escuchar cómo desgarraba, verso a verso, la carne de sus canciones como un depredador de pasiones, ni vi cómo le arrancaba la cabeza a la nostalgia como un psicópata ilustrado y soñador mientras la Srta. Parker me confesaba que aquélla no era la mejor versión de Tom Traubert’s Blues que le había oído al cantante.
La voz de Tom Waits es como la carcajada de un martillo neumático cargándose un cielo de hormigón que se desploma sobre los hombres grises.
Aquella noche no pude escuchar los poemas que salían serruchados desde su garganta y caían en virutas de Jazz, ni vi cómo desencajaba su cuerpo de espantapájaros metálico y sentimental en unos bailes de Circo del Terror ahuyentando a los carroñeros del desasosiego, ni pude invitar a la Srta. Parker a otro vino ni tomarme otro whisky tras los aplausos y el humo del bar que fueron el telón que cayó después de que calló el hombre del sombrero negro.
La voz de Tom Waits aún retumba en mi memoria muchos años después desde que la Srta. Parker y yo no lo viéramos, sentados en la mesa 3 con su lámpara de parafina, en el Terra Blues de Manhattan.

lunes, 7 de julio de 2008

DE MIL AMORES II

Evita (o cómo bailan las diosas)



Se vestía para mí sin ponerse la ropa y me regalaba todos los venenos que compraba en el mercado del amor, incluido un tanga a precio de ganga y un raro perfume que era el resumen de su pasión. Yo era fiel a todo lo que ella esperaba de mí: cuando se moría por mis besos yo iba a su funeral con flores en el lagrimal, y cuando yo quería ganar ella se dejaba perder con una brújula en la manga. Era la más guapa de mi corazón y yo al que menos quería ella de todos sus novios, pero cuando se desnudaba para mí lo hacía sin peros, ni pendientes, ni carmín, y me regalaba todos los colores que compraba en el jardín del Edén, incluida una hoja de parra y la manzana de marras que la serpiente le dio de mañana para que Evita me invitara a morder. Yo era el Adán más afortunado de todos sus adanes y ella la más lista de la lista de mi tonta razón. Por eso cuando despertaba a mi lado no había prisa en medio del colchón, ni medio par de adioses, ni pepitas de pereza en dos mitades de limón.