sábado, 27 de septiembre de 2008

EL OLFATO (dejar de fumar)



Los amigos dejan de fumar y salen, con cuentagotas, algún viernes a beber unas cervezas. Yo quiero pensar que lo de dejar de fumar es una cosa transitoria como el acné o los nacionalismos; fases innecesarias para alcanzar otro estadio.
Los amigos dejan de fumar diciendo que les gusta fumar pero lo dejan y engordan y hacen abdominales (los míos venían hechos), cosa grimosa y ordinaria donde las haya, y te preguntan, medio en broma y muy en serio, si nunca has pensado en dejar de fumar, y respondes que sí, por supuesto, igual que has pensado en matar a la profesora de matemáticas o en atracar un banco y esa profesora sigue viva y traumatizando alumnos, el banco tiene la caja fuerte intacta y yo enciendo otro cigarro.
No me molesta que los amigos dejen de fumar, no soy tan tonto, pero cuando los veo y tomamos unas cervezas algún viernes y soy el único que se lleva un cigarro a la boca, cierta nostalgia recorre los túneles de mi memoria como un tren fantasma porque, al fin y al cabo, nos conocimos todos hace mil años en el vagón de fumadores.
Los amigos han dejado de fumar, creo, porque han perdido el sentido del olfato; ese sentido sin el cual todas las comidas sabrían a una única comida o a ninguna, la piel de la persona amada sería idéntica a la del vecino odiado y el sexo sería gimnasia.
Estos días ando griposo y sé de lo que hablo: nunca ha sido tan insípido el tabaco como cuando el olfato ha abandonado sus quehaceres y me ha dejado cojo de un sentido, a pesar de tener una nariz que bien podría ser objeto de mofa de un Quevedo impío.